El maniquí
Me
acuerdo de aquel lunes de mayo, no tenía nada de especial, era un
día como cualquier otro. Quizás se distinguía en que estaba un
poco lluvioso, y que las nubes tenían formas hermosas (creadas
seguramente por mi mente). Pero no era nada que no hubiera pasado
antes: en general todo tiende a repetirse, y mucho más si se trata
del clima. En esta normalidad iba yo volviendo del trabajo. Caminaba
con pasos cortos y rápidos, por temor a resbalar en el piso mojado
de la peatonal. Iba pensando en cosas intrascendentes (como es
costumbre en mí), del orden de quién ganará el domingo, cómo
están las cosas, no se puede vivir: es decir, indignado como
buen argentino. Estos pensamientos sólo eran interrumpidos, y muy
levemente, cuando se cruzaba ante mis ojos una mujer hermosa. Digo
muy levemente porque la lluvia se hacía más copiosa haciendo
funcionar automáticamente más rápido mis piernas. Sin embargo mi
apuro fue en vano: se largó una lluvia torrencial, con mucho viento,
que me obligó a buscar refugio bajo el toldo de un negocio. Más por
hacer algo, que por otra cosa, me puse a mirar la vidriera. Era un
local de ropa informal, es decir, de aquella ropa que no es formal,
pero que no es un disfraz (aunque a veces no sé quién pone el
límite entre lo que es disfraz, y lo que es ropa informal).
Había
3 maniquíes en la vidriera, dos representaban la figura de un
hombre, y el otro el de una mujer. Me llamó la atención que la
mujer maniquí no estuviera vestida y que solo representara una bella
mujer desnuda. Al contemplarla dejé de pensar en una figura
inanimada. Conjeturé que quizás hacía tiempo que estaba así,
siendo utilizada, explotada, tan solo por su incapacidad de
movimiento y de respuesta (¡como tantos!). Imaginé que quizás
sentía vergüenza de que todas las personas que pasaban por ahí la
mirasen. Claro está, era imposible, ella no podía sufrir, pues no
tenía conciencia de nada de lo que le sucedía. Pero si este maniquí
supiera que es tal cosa, y que está destinado a sufrir
irremediablemente las mas diversas humillaciones, sin poder siquiera
cambiar el semblante o demostrar algo del infinito sufrimiento que se
iba acumulando en su interior... no, no podría existir peor tortura
para un alma conciente.
Sobre
estas cuestiones divagaba cuando noté que, haciendo (seguramente) un
esfuerzo sobrenatural, el maniquí (una mujer en penuria), movió
ligeramente un dedo.
Román
Armas (2005)
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