lunes, 19 de octubre de 2015

El maniquí

El maniquí

Me acuerdo de aquel lunes de mayo, no tenía nada de especial, era un día como cualquier otro. Quizás se distinguía en que estaba un poco lluvioso, y que las nubes tenían formas hermosas (creadas seguramente por mi mente). Pero no era nada que no hubiera pasado antes: en general todo tiende a repetirse, y mucho más si se trata del clima. En esta normalidad iba yo volviendo del trabajo. Caminaba con pasos cortos y rápidos, por temor a resbalar en el piso mojado de la peatonal. Iba pensando en cosas intrascendentes (como es costumbre en mí), del orden de quién ganará el domingo, cómo están las cosas, no se puede vivir: es decir, indignado como buen argentino. Estos pensamientos sólo eran interrumpidos, y muy levemente, cuando se cruzaba ante mis ojos una mujer hermosa. Digo muy levemente porque la lluvia se hacía más copiosa haciendo funcionar automáticamente más rápido mis piernas. Sin embargo mi apuro fue en vano: se largó una lluvia torrencial, con mucho viento, que me obligó a buscar refugio bajo el toldo de un negocio. Más por hacer algo, que por otra cosa, me puse a mirar la vidriera. Era un local de ropa informal, es decir, de aquella ropa que no es formal, pero que no es un disfraz (aunque a veces no sé quién pone el límite entre lo que es disfraz, y lo que es ropa informal).
Había 3 maniquíes en la vidriera, dos representaban la figura de un hombre, y el otro el de una mujer. Me llamó la atención que la mujer maniquí no estuviera vestida y que solo representara una bella mujer desnuda. Al contemplarla dejé de pensar en una figura inanimada. Conjeturé que quizás hacía tiempo que estaba así, siendo utilizada, explotada, tan solo por su incapacidad de movimiento y de respuesta (¡como tantos!). Imaginé que quizás sentía vergüenza de que todas las personas que pasaban por ahí la mirasen. Claro está, era imposible, ella no podía sufrir, pues no tenía conciencia de nada de lo que le sucedía. Pero si este maniquí supiera que es tal cosa, y que está destinado a sufrir irremediablemente las mas diversas humillaciones, sin poder siquiera cambiar el semblante o demostrar algo del infinito sufrimiento que se iba acumulando en su interior... no, no podría existir peor tortura para un alma conciente.
Sobre estas cuestiones divagaba cuando noté que, haciendo (seguramente) un esfuerzo sobrenatural, el maniquí (una mujer en penuria), movió ligeramente un dedo.
Román Armas (2005)