Amateurismo no quiere decir falta
de competitividad. Aunque pueda parecer obvio, esta es una verdad que
nos representa a todos los que participamos en este torneo, donde se
pone a rodar mucho más que una pelota de fútbol, en el que entran
en juego las más intensas pasiones humanas. Porque no es el mero
hecho de competir, de jugar para ganar, en cuyo caso el fútbol se
parecería, poco más, poco menos, a cualquier juego; se trata de un
algo misterioso que nos alimenta y recorre desde los primeros
contactos con las arterias de nuestra cultura.
Lo presentimos durante los días
previos al partido, en los que no se conoce la hora ni los jugadores
con los que contará nuestro equipo, y domina la incertidumbre sobre
el árbitro y los rivales. Y cuando finalmente llega el momento de
la cita, se desata un ritual que se asemeja a los momentos previos de
un combate, donde se trata de salir a buscar la victoria a cualquier
precio. El estómago agitándose y revolviéndose de los nervios, la
adrenalina cargada antes de que el juego pase a ser efectivamente un
juego, antes de que el juez de inicio a la disputa que tienta a la
fuerza a la vez que la desprecia. De 5, de 6, de 7, de 11, en
césped, tierra, pasto sintético o arena, poco importa, la esencia
del fútbol es la misma: la tensión suprema entre la habilidad y la
fuerza, entre la creatividad y la disciplina, entre el orden y el
caos.
Cuando somos chicos damos vida a
la imagen, imposible de olvidar, de la nube de polvo desatada por un
enjambre de pequeños jugadores corriendo tras la pelota. Y es que en
la infancia este es el orden, la norma. La creatividad pasaba por la
mágica conexión entre el núcleo de ese enjambre, de ese remolino
guiado por la pelota, y quien atinaba a despegarse, corriendo en
paralelo, acaso sin intuir que cuando la esfera de cuero llegase
hasta él, sería a su vez perseguido por el enjambre; luego, mucho
tiempo después, tras comprender las ventajas de respetar las
posiciones, de conservar una estructura, la magia encuentra el camino
inverso y sobreviene de la capacidad de evadirse de esa estructura;
la despliega el habilidoso que traza un surco en la cancha
esquivando las patadas de rivales, cuya desesperación crece a medida
que fracasan en el intento de detenerlo; en el disparo violento y con
la marca encima que encuentra el ángulo evocador de un placer
brevísimo e infinito.
El fúbol es el arte de lo
inesperado, de la sorpresa, donde el arquero obtura la ilusión del
gol (en el que cada vez morimos y resucitamos) y alivia a sus
compañeros; donde se desprecia o se adora a ese ser que se
convierte en el símbolo frágil y fatal de la consecución o la
frustración de nuestro deseo, comparable a aquellos dioses
caprichosos de la Ilíada y la Odisea que modificaban el curso del
destino: el árbitro. En cada partido revivimos una guerra universal
y eterna. El fútbol profesional no es más que la versión
mercantilizada de este fluir pasional (objetivado en patadas,
insultos, gritos, peleas, y por suerte también goles) que el
amateurismo no deja de avivar incansablemente, y sin el cual no
existiría el negocio.
Madurar es reencontrar la
seriedad con que juega un niño,
escribió Nietzche. El fútbol, quizás sea una de las formas más
bellas de volver la guerra un juego, en la que como niños,
participamos con la más absoluta seriedad.
Román Armas (2014)
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