domingo, 13 de septiembre de 2015

El pianista

El pianista
Sólo un candelabro interrumpe la intensa oscuridad del salón. De largos y ágiles dedos, mana una música brillante que se traduce, se codifica, en el poderoso sonido de un piano. Unos ojos incendiarios de mujer acribillan al solitario músico, quien no se ha enterado aún del perfume que poco a poco se apodera del aire. Ella lo mira, y es capaz de sentir la pasión que fluye por esas volátiles manos, en cada compás de soledad. Un magnetismo leve aunque irrenunciable, atrae a la mujer en dirección al pianista; ella desea inmiscuirse en aquel fluir de notas y vibraciones cuyo origen misterioso la desplaza hacia una periferia insoportable; pretende suplir aquel misterio por otro, el que invade su cuerpo y no se cuestiona: está celosa de la música. Son, sin embargo, celos en permanente conflicto con la admiración despertada por el músico, y la excitación de desear interrumpir el mónologo del arte, que la lleva al punto de caminar decididamente hacia el piano. Se quita los zapatos haciendo el menor ruido posible (no quiere que ningún elemento exterior a ella distraiga al pianista), y avanza.
De las penumbras del salón nace la silueta de una hermosa mujer. De a poco aparece el brillo de su largo cabello castaño, de poco se iluminan los bordes perfectos de sus piernas. Está a pocos metros del piano y su sombra se transforma en una seductora imagen erótica, con la que juega y baila; es una sombra que se proyecta agigantando su figura hasta fascinarla, y envolverla, hasta el punto de creerse ella misma una creación óptica guiada por una figura ajena, exterior.
El pianista siente la presencia de la mujer, e intuye el torbellino que traen sus pasos, pero se resiste a él, no debe dejar de tocar: la música aún es la anfitriona de la noche. Pero su cuerpo, y sus dedos, en tanto que artífices de ese lenguaje agónico que dialoga con la muerte en cada acorde, ya no pueden ser indiferentes, e invitan con un nuevo fluir musical a que la mujer participe de aquella reunión privada. Ella accede sin necesidad de las palabras, su baile se torna erótico, animal, provocativo (la música lo tolera). Pendula su cuerpo de un lado al otro, diestra y sensualmente. El pianista la acompaña con figuras, frases conforme a las figuras dibujadas por el cuerpo de la mujer, a su vez inspiradas por la sombra. Su baile continúa, y siente el intenso calor que bulle en su interior; no puede ni quiere contenerlo. Comienza a desnudarse con lentitud análoga al tempo musical. Se deshace del disfraz que la cubre y manipula sus pezones. Con la simpleza de movimientos que no olvidan ni un segundo la atmósfera, roza las palmas de su mano contra su abdomen, la desliza al pubis, retrocede, asciende por su pecho y por su cuello. El acercamiento al piano es máximo, siente en el interior de sus piernas la suavidad de la madera.
Ahora, lentamente la música pierde protagonismo, se vuelve dispersa, como si le costara respirar, buscando salir a la superficie del río del deseo que implacablemente la arrastra al fondo; el pianista no puede dejar de mirar a la mujer. Pero así como él no detendría sus manos hasta que una fuerza extrerior lo obligase, ella tampoco lo haría. Por ello continúa bailando hasta culminar su desnudez y completar la conexión, que al mismo tiempo implica una expulsión, una sublimación. Eleva sus piernas rozando al pianista; lo abraza desde atrás con sus manos, las mismas que luego le toman el rostro al músico para hundirlo en el aroma de sus senos. El calor fluye libremente por sus venas y la música ya no importa. Sólo falta un movimiento para terminar aquella conquista, aquel desplazamiento del arte por el deseo en estado puro... cuando ella se impulsa con los brazos, se sienta sobre el teclado y se desliza enlazando con sus piernas al (a partir de este momento) hombre de traje negro, poniendo el acorde final que no entiende de armonía. Entonces la música vuelve tranquila, latente, a las entrañas del hombre de traje negro transmutado en su esencia... para darle la entrada a la otra música (también agónica), esa música disonante, cálida, estridente, aguda, arrítmica, temblorosa, frenética, placentera, orgásmica: la de los cuerpos.

Román Armas